El olor de los fantasmas
La casa de los fantasmas tiene una historia, mitad irrealidad y mitad silencio. Ahora es una historia transformada, con olor a paraguas viejo que a veces se asoma por algún ventanal.
Esa casa vieja decía a nuestra infancia cosas terribles de imaginar y presentir, pero en todo ello hay algo que es verdaderamente real: nuestro miedo, un miedo tan grande que no nos atrevíamos ni siquiera a pasar por la puerta, ni a pisar su vereda brotada de pastos amarillos.
Una vez, Dalmacio, que era el mayor de todos los chicos, tuvo la audacia de pensar en voz alta: -¿Y si entramos a la casa de los fantasmas para ver cómo es por dentro? Un suspenso pálido hizo temblar la respuesta. Hasta que por fin Eufrasia, haciéndose eco de todos, dijo: -Tanto como el interior no, pero podemos ir hasta el patio de atrás y sacar toronjas, el árbol está lleno, al pasar por la esquina se alcanza a ver como brillan con el sol. -Está bien, podemos llevar una canasta para bajar muchas toronjas.
Y de esa manera, por primera vez tuvimos el atrevimiento de entrar; la puerta herrumbrada, herida en sus goznes, no opuso mayor resistencia al grupo. Íbamos todos muy juntos, azorados, por la vereda de cemento llena de grietas.
En el mediodía lleno de domingo el grupo fue acercándose al inmenso árbol de toronjas. -Subid rápido y alcanzad las más grandes -susurro Chela, con la mirada fija en una de las puertas herméticamente cerrada. No podía dejar de pensar en qué momento se abriría para permitir el paso a algún monstruo esquelético muy enojado por nuestro atrevimiento de ir nada menos que a sacar toronjas.
Y sucedió, en efecto, que muy lentamente se fue abriendo la puerta; el quejido metálico hizo que cada uno permaneciera en su sitio, como estatuas de vidrio, con las manos llenas de toronjas, las bocas abiertas, puro ojos, puro miedo, cuando del hueco se dibujó un negrísimo movimiento de pelos erizados, cola breve y mirar curioso, que se puso a ronronear amigablemente. -Un gatito negro, ¡qué lindo es! Eufrasia lo alzó. Era lindo de veras, lleno de pulgas y hambre. -Llevémoslo a casa- fue la proposición de todos. De pronto la puerta se cerró de golpe con tal violencia, que hizo la punta de los pastos. El pánico se apoderó de todos y comenzamos a correr hacia la salida. Llegamos a casa sin aliento, justo cuando la campana llamaba para el almuerzo y justo para contar la aventura.
Anacleta puso fin al relato diciendo que esa tarde iba a hacer dulce de toronjas, y acto seguido se adueñó del gato para darle de comer. -Se llamará Mefistófeles – dijo.
Esa tarde, por los tres patios se extendió el olor a dulce de toronjas, que por supuesto, desde entonces, se transformó en el olor de los fantasmas.
Mefistófeles, que tomó la costumbre de pasearse por el borde de las cornisas, continuamente también me lo recordaba.
Fuente: educacion2